Memorias de Villa Carmenza en Movimiento

22 de noviembre de 2024

 

*Cuento escrito por: J. Alexandra Rozo López

 

—¿A dónde vamos, abuela?

 

—Preguntó Sofía, con curiosidad.

 

La abuela sonrió mientras seguía conduciendo y contestó: 

 

—Vamos a visitar a una amiga muy especial, se llama Aracinda Castiblanco. Es alguien que ha estado en mi vida desde que yo era pequeña y vivíamos en Villa Carmenza.

 

—¿Y qué es Villa Carmenza, abuela? —preguntó Sofía, interesada.

 

—Villa Carmenza es el barrio donde crecí —respondió la abuela, recordando con nostalgia.

 

—Cuando yo era niña, el barrio empezó siendo un enorme potrero. No había casas, ni calles pavimentadas, solo kilómetros de césped. Un césped tan largo que cuando nos metíamos a jugar en él, escasamente, nos podíamos ver las coronillas de las cabezas los unos a los otros. ¡Qué tiempos aquellos! Pero, poco a poco, fue cambiando. El terreno era de don Rojas, un señor que todos conocían por ser amable y siempre andar con su sombrero de ala ancha. Él comenzó a vender el terreno por lotes, y así fue como la gente empezó a llegar y construir sus viviendas. 

 

Sofía escuchaba, fascinada, imaginando aquel lugar lleno de gente trabajadora, levantando paredes y construyendo casas. —¿Y entonces empezaron a llegar los vecinos? —preguntó.

 

—Sí, llegaron familias enteras. Al principio todos nos conocíamos, porque éramos pocos. Había personas de muchas partes, todos con el sueño de construir un hogar. Empezaron a abrir tiendas para vender lo necesario, y así fue como el barrio se llenó de vida. Recuerdo que en la esquina había una tienda pequeña donde don Javier vendía de todo: desde dulces hasta herramientas.

—¿Y jugabas con Aracinda en ese barrio? —preguntó Sofía, ansiosa por saber más de la amiga de su abuela.

 

—Sí, con Aracinda jugábamos casi todos los días en un parque que todos llamábamos ‘La Montañita’ porque había una colina pequeña donde nos encantaba correr y rodar. Para nosotras, ese lugar era como una montaña gigante, aunque, al crecer, nos dimos cuenta de que en realidad era bastante pequeña. Pero en nuestra imaginación, era un gran reto escalarla y llegar hasta arriba. Jugábamos casi que todos los días con Aracinda y todos sus hermanos, ya que eran nueve, jamás nos aburrimos —dijo la abuela esbozando una sonrisa. 

 

Sofía se rió, encantada con la idea de una montañita que parecía una montaña de verdad para su abuela y su amiga. — ¿Y qué más hacían juntas? — indagó curiosa.

 

—Bueno, también íbamos juntas al colegio. En aquel tiempo, se llamaba ‘Córdoba’. Era una escuela sencilla, pero con muchos árboles alrededor. A veces, en el recreo, nos escapábamos un ratito al jardín trasero para jugar a las escondidas. Hoy, esa escuela ya no se llama Córdoba; ahora le llaman ‘Colegio Pablo Neruda’. Cambiaron el nombre, pero para mí, siempre será Córdoba.

 

Sofía asintió, imaginando a su abuela corriendo por esos pasillos, jugando con su amiga Aracinda. —¿Y vamos a ver a Aracinda ahora? —preguntó, ilusionada.

 

—Sí, vamos a verla. Hace tiempo que no la visito y hoy quiero presentártela, ya que es como una hermana para mí. Sabes, el barrio Villa Carmenza ha cambiado mucho desde aquellos días. Ahora hay más casas, conjuntos residenciales y otros parques alrededor del parque principal. Cada cambio ha implicado una transformación y, aunque ya no es el mismo lugar que yo conocí de niña, sigue guardando el espíritu de comunidad que lo hizo tan especial. 

 

Al dejar el carro en un parqueadero cercano, Sofía y la abuela emprendieron una caminata hacia la casa de Aracinda. Decidieron recorrer los parques y, para llegar a ellos, pasaron por un montallantas, una peluquería, una papelería y una casa tras otra. Con cada paso, la abuela rememoraba sus experiencias de infancia. Al llegar al parque de ‘La Montañita’, sonrió con nostalgia y pensó: aunque ahora hay más juegos para niños, parece haber más perros paseando con sus dueños que niños corriendo. Sin embargo, el lugar seguía teniendo algo de aquella magia infantil que tanto recordaba. 

 

Cruzaron la calle y llegaron al parque principal de Villa Carmenza. La abuela miró a su alrededor, impresionada por lo bien cuidado que estaba: el césped corto, las flores brillantes, los colores vivos de los juegos, que encajaban perfectamente con el entorno. Incluso, había una cerámica con la figura de un hermoso caballo negro encabritado sobre sus patas traseras. —Mira, gatica —dijo la abuela, señalando los columpios, el rodadero y la araña para trepar—, estos juegos no estaban cuando yo era pequeña, pero siempre hubo un espacio para que los niños del barrio pudiéramos jugar juntos. 

 

El parque emanaba una sensación de fraternidad y seguridad. Había una cancha de fútbol donde algunos adolescentes jugaban animadamente, y cerca, un bello vivero que albergaba una gran variedad de plantas, entre las cuales revoloteaban abejas de flor en flor. Mientras caminaban, la abuela escuchó una conversación entre dos mujeres que estaban de pie cerca del vivero. Una de ellas tenía el cabello corto y rojo, y la otra, largo y rubio. Hablaban sobre la importancia de organizar actividades de integración en el barrio y seguir promoviendo la limpieza, el cuidado y el uso consciente de los recursos comunitarios. 

 

También mencionaron la idea de fomentar hábitos de reciclaje y la reutilización de materiales de difícil degradación. La abuela notó en sus palabras un profundo compromiso con la comunidad. Ambas mujeres parecían ser lideresas que, trabajando juntas, buscaban proteger y educar al barrio para promover una mayor consciencia ambiental. Con su labor, inspiraban a los vecinos a valorar y cuidar su entorno, construyendo así un espacio mejor para todos. 

 

La conversación de las mujeres se fue desvaneciendo poco a poco, quedando solo el eco de sus palabras sobre el cuidado y la unión de la comunidad. Ahora, con cada paso que daban, el canto de los pájaros se convertía en su única compañía. Las melodías tranquilas y alegres llenaban el aire, como si también celebraran el espíritu colaborativo y consciente que se respiraba en Villa Carmenza.

 

Finalmente, llegaron a la casa de Aracinda y timbraron. Al abrirse la puerta, apareció una mujer de semblante sereno, con una sonrisa que iluminaba su rostro y transmitía armonía. Al ver a su amiga, Aracinda exclamó con calidez —¡Hola, Carmen! —mientras extendía los brazos para abrazarla, su aura casi pacificadora llenando todavía más el ambiente de un sentimiento reconfortante.

 

—Hola… —contestó la abuela, mientras respondía al abrazo. 

 

Ese día, Sofía escuchó muchas historias más sobre Villa Carmenza, sus primeros vecinos, La Montañita, cómo un simple potrero se había convertido en un barrio lleno de vida y recuerdos entrañables, y cómo las iniciativas promovidas por unos pocos han generado responsabilidad ambiental y han logrado mantener los espacios lindos, limpios y cuidados. 

 

 

(1) Este cuento es un híbrido entre la realidad y la ficción, ya que parte de entrevistas con las residentes del Barrio Villa Carmenza en el marco de las actividades comunitarias realizadas por la Fundación Grothendieck. 

(2) Las imágenes son fotos propias de la Fundación Grothendieck.

 

 

*Psicóloga y Literata de la Universidad de los Andes de Colombia. Estudiante de la Especialización en Neuropsicología de la Educación de la Universidad Ibero de Colombia. Co-directora de la Fundación Grothendieck e Investigadora del Centro de Investigación de Cambio Climático (CICC). 

 

 

 

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